27/07/09
Desde hace mucho tiempo estaba esperando el momento en que la estructura política interamericana de “defensa de la democracia” fuese sometida verdaderamente a prueba. No me fue suficiente el caso de Fujimori porque me pareció siempre un caso trivial. Me interesaba ver si la historia nos conduciría a una encrucijada en la que realmente los principios fundamentales de convivencia internacional desarrollados durante el siglo XX resistirían el riesgo de ser apartados por la resultante de intereses políticos de los Estados involucrados, con o sin pretexto de defender la democracia, o en la que las contradicciones implícitas en toda esa estructura hicieran crisis y obligaran a los gobiernos a encontrar nuevas soluciones o a quedar en ridículo. Creo que el caso de Honduras nos ha conducido a tal encrucijada.
Parto por reconocer que el concepto de soberanía que subyace a toda la estructura política internacional compuesta por naciones-estado ha sufrido profundos cambios (por no decir desgastes) desde su instauración en Westphalia en 1648, y vaya que cambios. Reconociendo las considerables cesiones de soberanía implicadas en la compleja red de tratados internacionales que están vigentes en el mundo, baste en el extremo mencionar la proposición canadiense aprobada por las Naciones Unidas en 2005 de que la soberanía de un Estado conlleva tanto su responsabilidad de proteger a su población contra violaciones a sus derechos humanos como también la responsabilidad de la comunidad de los otros Estados de intervenir para proteger a las poblaciones amenazadas si el Estado involucrado no quiere o no puede protegerlas.
A pesar de que esta magnánima idea de poner a un lado el precioso valor de la soberanía para defender propiamente a la gente se formula sin discriminar entre los derechos humanos que deben ser protegidos, en la práctica tanto la proposición canadiense como la actuación de las Naciones Unidas se han referido realmente al “derecho a la vida” y se han implementado en la historia reciente solo cuando hay genocidio en marcha o en puertas (Kosovo, Haití). Es decir que la responsabilidad de la comunidad de Estados de intervenir para proteger los derechos humanos no se activa cuando se trata de derechos que no implican la vida tales como los derechos económicos, políticos o de otra índole. No hemos llegado, pues, en el mundo al momento en que la soberanía se sacrifique totalmente en beneficio de la gente. De ahí que el derecho humano más defendido por los Estados no es ni siquiera el derecho a la vida, es el “derecho a la autodeterminación de los pueblos” que en la dura realidad no es otra cosa que el derecho de quien está en el poder a hacer lo que le venga en gana. En otras palabras y desde otro punto de vista, es el tan mencionado “principio de no intervención”.
Sin embargo, para mi sorpresa, la soberanía de Honduras ha recibido en estas semanas más golpes que gata ladrona y allí no ha ocurrido ningún genocidio ni hay población que necesita ser protegida. Con unanimidad increíble y sorprendente, “en tiempo real”, la comunidad internacional ha intervenido descaradamente en el conflicto interno de ese pequeño país. No solo los países del sistema interamericano con quienes, después de todo, Honduras, por ser signatario de la Carta Democrática Interamericana, tendría compromiso mutuo de respetar su orden constitucional y de sostener la democracia representativa, sino que los europeos e incluso algunos asiáticos, con quienes no hay tal compromiso explicito, se han pronunciado a favor de una de las partes en conflicto, el presidente depuesto. Algo nuevo ha afectado a la comunidad internacional para que haya destronado al “principio de no intervención” de su preponderante lugar en el pensamiento político dominante de nuestros tiempos. Hasta ahora, lo normal era que a nadie le importaba si una constitución era violada o mal interpretada o forzada.[1] Incluso en casos repugnantes como el de Guinea en su odiosa y sangrienta cadena de golpes y contragolpes militares, no se ha visto una reacción como la del caso de Honduras. Ni hablar de los casos como el nuestro en Venezuela en el que el orden constitucional es demolido poco a poco con leyes inconstitucionales y sentencias amañadas y la representatividad de la democracia es totalmente negada sin que nadie pierda sueño ni en Norteamérica ni en Europa ni en ninguna parte. ¿Qué es entonces lo que hicieron los hondureños para desencadenar esa reacción?
Se puede decir que el derecho de los gobiernos de decidir lo que quieran en el ámbito de su nación-estado está limitado por las leyes y en especial por las constituciones. Hasta ahora eso era cierto pero solo teóricamente. Las constituciones se suponen que subyacen a toda la estructura legal de un país y que definen la forma institucional de los poderes públicos y establecen los límites de su autoridad y las funciones que deben cumplir. Se fijan así las reglas de control mutuo entre los poderes públicos. Sin embargo, invadiendo campos que no domino, me atrevo a concebir a las constituciones también como contratos sociales en los que los ciudadanos se comprometen a cumplir unos deberes a cambio de unos derechos que les son garantizados y en los que los poderes públicos quedan obligados a gobernar y administrar dentro de los limites que les establecen las leyes. Más aun, creo que las constituciones son contratos entre un Estado y el resto del mundo según los cuales la correspondiente nación declara la naturaleza de su sociedad y los principios que la sustentan y que orientan su participación en la comunidad internacional, establece los vínculos institucionales que dispondrá para interactuar internacionalmente y le dice a los extranjeros que quieran quedarse en su territorio que garantías tendrán y que limitaciones encontraran para participar en la sociedad y en la economía.
El problema está en que todo esto es cierto solo teóricamente. Las realidades del ejercicio del poder son otras. Solo en los países con un desarrollo institucional y político avanzado encontramos coherente y consistente aplicación de las constituciones y las leyes en lo que se conoce como el “estado de derecho”, lo cual fundamentalmente resulta de una verdadera división de poderes que no se discute. La historia nos indica, aunque con una extensa variedad de situaciones, que países como el nuestro quien tiene el poder ejecutivo, que es el que controla las armas, es quien manda y es quien trata de capturar al resto de poderes públicos. Además, si la constitución le opone obstáculos a sus pretensiones políticas intenta cambiarla… y muchas veces lo logra.
Siendo las constituciones contratos entre el Estado y el resto del mundo no hay nada que reclamar desde el exterior cuando internamente se apliquen las disposiciones constitucionales con rigurosidad aunque duelan. En cambio, creo razonable esperar que sí haya reclamo de otros países cuando se violen las disposiciones constitucionales o legales arbitrariamente y aun más cuando por ello se afecten intereses extranjeros. No obstante, eso no lo hemos visto sino en casos extremos en los que intereses vitales de algún país se vieron gravemente afectados por las arbitrariedades provocando reacciones que han podido llegar hasta la guerra. En los casos normales, (como las estatizaciones de empresas, por ejemplo) lo que ocurre es que después de reclamos y señales de disgusto y quizá, alguna acción de demanda judicial o arbitral, los gobiernos tiran la toalla y se tragan las violaciones y quizá esperen una ocasión favorable para pasar factura. El “soberano” entonces tiende a salirse con las suyas.
En Honduras, los Poderes Públicos constitucionales actuando dentro del marco de sus respectivas jurisdicciones determinaron, en total cumplimiento de su “contrato” constitucional particular, la ilegalidad de las acciones de Zelaya y sin embargo la comunidad internacional no lo reconoce y reclama exigiéndoles, violando su soberanía, que anulen sus decisiones.
Los militares hondureños obviamente cometieron el error de no dejar que el sistema judicial constitucional de Honduras terminara el proceso que había iniciado declarando ilegal la convocatoria a referéndum por parte de Zelaya y sometiéndole a juicio, pero eso no explica la unanimidad internacional en exigir el regreso de Zelaya. En eso no hubo afectación de intereses extranjeros. Más bien pareciera que lo que hace reclamar a Europa y Estados Unidos es no querer quedarse atrás del liderazgo de los populistas de la región dejándoles la bandera de la democracia y del estado de derecho cuando a estos de demócratas no les queda ni el barniz. En este sentido, en Honduras se sentó un gran precedente que, en mi opinión, tendrá mucha influencia en el futuro de América Latina.
Es muy temprano para evaluar las consecuencias, pero creo que se pueden vislumbrar algunas lecciones. Por un lado, mucho pensaran los militares latinoamericanos antes de dar un golpe de estado porque en cualquier vuelta de los acontecimientos ellos podrían quedar siendo los castigados. También ha quedado claro que la soberanía de un gobierno para hacer lo que le de la gana no es plena y que el principio de no intervención no protege a los violadores de constituciones a ultranza. Por ahora parecería que la no injerencia se deja de lado cuando se trata de la remoción indebida de un jefe de estado pero podría llegar el día en que también se aparte cuando se trate de violaciones constitucionales de otro tipo. Hopefully !!!
[1] En Madagascar en el año 2002, un conflicto político de origen electoral paralizó al país por casi un año con gran sufrimiento de la población y pérdidas económicas cuantiosas sin que la comunidad internacional interviniera, hasta que el deterioro de la situación obligó a aplicar una solución negociada.